"Juramos goardar et defender el Reyno de Navarra, sus fueros, costumbres et libertades"
"Nafarroako Erresuma, bere foruak, obiturak eta askatasunak zaintzea eta defendatzea, zin agiten duzu..."

HISTORIA

UNA FIESTA QUE SE APOYA EN LA HISTORIA



“Infanzones, fijosdalgos, esforzados caballeros, doncellas de rostro hechicero…, ¡oid!, ¡oid!, ¡oid!…; así comenzará la próxima edición de la ceremonia de coronación del Rey o Reina de la Faba. Se iniciará con esta frase una nueva edición de la recreación de una ceremonia antiquísima, de una ceremonia que nos retrotrae unos cuantos siglos hacia atrás, que nos traslada en el tiempo hasta las más puras esencias del Reino de Navarra, de cuando fue un estado independiente. Reyes, nobles, clero, trovadores, heraldos, juramentos, fueros, decretos, escudos, tocados, túnicas, espadas, pendones, trompetas, música barroca, indumentaria medieval, romance navarro, danzas…; todo esto y mucho más son, y van a ser, los condimentos de esta fiesta. Es fiesta y es evocación.




Monarquía navarra

Dicen los historiadores, aunque en ello no acaben de ponerse de acuerdo, y lo dice también la tradición oral, que es en una cueva de la Peña de Ezkaurre, en Isaba, donde un grupo de trescientos nobles se agrupó en el siglo VIII ante el acoso de las tropas musulmanas, y en donde proclamaron a uno de ellos como caudillo. Eneko Arista, o Aritza, era su nombre; primer monarca del entonces denominado Reino de Pamplona. No se trata, ni mucho menos, de pontificar sobre si esta primera coronación se produjo en Isaba, pues Alsasua también está en esa creencia y defiende ese puesto en la historia; pero lo cierto es que allí está la hipótesis, allí está la leyenda, allí están los Garcés (y lo siguen estando en el Roncal), y allí está el testimonio de don Rodrigo Ximénez de Rada asegurando que Eneko era un varón guerrero llegado de Bigorcia y que se refugió en los valles pirenaicos para luchar contra los moros.
Tanto las fuentes árabes como las latinas coinciden en que el primer caudillo que hubo en esta zona fue Enekones (según Ibn Haiyan), Eneko Garseanes (según el Libro de la Regla de Leire), o Eneko Arista (según Ibn Hazm). Eneko fue padre de Garsea y abuelo de Fortún. El propio Códice de Meya pocos años después alude a él como Regum Pampilonensium (Rey de Pamplona).
Sirva como dato curioso, tan curioso como contundente, que en el siglo XIV había en Isaba más de veinte personas con el nombre de Enneco, nombre este que se mostraba inexistente en el resto de pueblos del valle de Roncal y de Navarra, salvo un par de excepciones, una dentro del valle y la otra en Ochagavía, que eran sendos izabarres asentados fuera de su pueblo. Igualmente el apellido Garseanes, que con el paso de los años fue derivando en Garcés (primera dinastía real), aparece bajo esta última forma fuertemente implantado en la franja territorial que va desde Jaca hasta el valle de Roncal, estando especialmente arraigado en este último.
Queda todo esto aquí expuesto, a modo de pinceladas históricas, pero ciertamente es un tema complejo al que la escasez de documentos hace que la leyenda y la historia se entremezclen a la hora de hablar del primer rey de los vascones y de lo que con los años sería primero el Reino de Pamplona, y posteriormente el Reino de Navarra. En cualquier caso parece claro que el valle de Roncal tuvo mucho que ver con el nacimiento de la monarquía navarra, igual que sucede con los valles de Salazar y de Aezkoa a quienes no se puede olvidar, pues es mucho y bueno lo que pueden decir de su papel en esta etapa.
En cualquier caso a partir de aquella época Navarra nació y creció como reino, igual que surgieron los fueros y las libertades. Y cada rey se vio sometido a un proceso de coronación muy particular, precedido siempre por un juramento de hacer guardar los Fueros y de mejorarlos. Durante siglos esta ceremonia se realizó en la Catedral de Pamplona poniendo a la Virgen del Sagrario como testigo, a la que desde el año 1946 conocemos como Santa María la Real. El nuevo monarca, una vez realizado el juramento, veía cómo su cabeza era coronada para, seguidamente, ser alzado sobre un pavés (escudo) a los gritos unísonos de ¡Real!, ¡Real!, ¡Real!.
Rey de la Faba

Pasaron años, pasaron siglos, pasaron reyes y dinastías, y finalmente llegaron al trono de Navarra los Teobaldos, de la Casa de Champaña, procedentes de Francia. Hasta ese momento los monarcas navarros habían sido hombres rudos, peleones, guerreros; y con los afrancesados Teobaldos llegaron al Reino de Navarra las posturas elegantes, los comportamientos refinados, las buenas maneras, las ceremonias, y castillos señoriales como el de Olite.
Entre las costumbres que nos trajeron hubo una especialmente curiosa; era una costumbre buena, impregnada de humanidad. Era la del Rey de la Faba, instituida por Teobaldo I.
Un día al año, que solía ser siempre el 5 de enero, víspera de la Epifanía, los reyes de Navarra invitaban a una gran fiesta a los niños más pobres de la localidad en la que en ese momento estuviese la sede real. Ese día los niños comían a base de bien, como nunca lo habían hecho, ni tan siquiera soñado. Al finalizar la comida el cocinero real ponía sobre la mesa una gran tarta, a partir en tantos trozos como niños hubiese; era una tarta que en su interior ocultaba un haba. Hecha la partición cada niño cogía un trozo sabiendo que, como mínimo, iba a llenar bien su estómago. Finalmente un niño acababa siendo el afortunado, en concreto aquél que mostraba el haba. Aquél niño era, a partir de ese momento, merecedor de todo tipo de honores y de caridades, siendo ataviado al día siguiente, 6 de enero, con los atributos de la realeza.
Los documentos y legajos que se conservan en los archivos navarros nos aportan información de alguna de estas celebraciones; es el caso de las celebradas en 1381 (Estella), 1413 (Sangüesa), 1423 (Tudela), 1424 (Tafalla), y 1439 (Pamplona); si bien, en la mayoría de las ocasiones vemos a la ciudad de Olite como sede habitual de esta ceremonia, que en alguna ocasión, como es el caso de 1381, llegamos a ver en la documentación con el nombre de “el petit Rey”.
Se sabe que en el año 1361 el niño coronado como Rey de la Faba recibía una pensión vitalicia. Un documento fechado en Pamplona el 1 de abril de 1382 alude al hecho de que Carlos II ordena a Guillem Plantarosa, tesorero del Reino, que reciba en cuenta y deduzca de la recepta de Remón de Zariquiegui, recibidor de la merindad de Estella, 18 libras, 16 sueldos y 4 dineros carlines, por vestir a Petrico Sanz, que fue ese año Rey de la Faba, y por la pitanza ofrecida a los frailes de San Francisco de Estella cuando dicho Petrico entró en esta orden. Curiosamente el susodicho Petrico Sanz también había sido agraciado el año anterior, 1381, teniéndose únicamente el dato de que Carlos II ordenó que se le diesen 4 cargas de trigo.
En la fiesta correspondiente al 6 de enero de 1383 el Rey pagó al sastre por las hechuras del traje del chico Rey de la Faba, 40 sueldos; por una camisa, 8 sueldos; por un par de zapatos 4 sueldos y 6 dineros; por unos guantes 2 sueldos y 6 dineros; por una cintura y una bolsa, 10 sueldos; por cinta de hilo de oro para el manto real, 12 sueldos; y por la forradura de toda la ropa. En esos años era costumbre del monarca obsequiar al Rey de la Faba con seis cargas de trigo. Dicen las crónicas que la fiesta fue muy rumbosa.
En 1391 la fiesta se celebró en Olite, y se tiene el dato de que el vestido hecho ese año para el Rey de la Faba constaba de cote, sobrecote, manto, barret, calzas, camisa, bragas, ceñidor, bolsa, ganibet, y zapatos.
En 1398 el rey ordena se paguen 20 libras y 18 sueldos a Petit Gaillot, de Olite, por la ropa del chico Rey de la Faba, según que habemos acostumbrado.
En 1410, estando el Rey de Navarra en Francia, la reina doña Leonor celebró la fiesta de los Reyes, diciendo que lo hacía porque sus caros hijos, el Vizconde de Castelbon, su hija primogénita y la princesa Isabel tomasen placer, y como en alegría y deporte nos habemos tenido un chico rey de la faba en nuestra casa, y hecho hacer las despensas de las fiestas a la cual asistieron sus hijos, doncellas, dueñas, caballeros y escuderos de la tierra. En la comida de ese día consumieron un garapito de vino blanco, ocho de vino colorado, veintisiete libras de vaca, amén de carneros, gallinas, perdices, huevos, arroz, hortalizas…, gastando en todo ello 20 libras y 15 sueldos.
El año 1422, también en Olite, vemos en la relación de personajes que asistieron al banquete de coronación del Rey de la Faba, entre otros, al abad de Irache, al embajador del Delfín de Francia, al alferiz, a la hija bastarda del Rey, a tres pobres, y al personal habitual de la corte del monarca.
Y es así como, año tras año, vemos que esta fiesta se celebra por la Epifanía; unas veces en Tudela, otras en Estella, Pamplona, y principalmente en Olite, que parece que era la residencia preferida de los reyes de Navarra.


Esta curiosa tradición pervivió en Navarra desde el siglo XIV hasta bien avanzado el siglo XV, que es cuando dejó de estar bien vista. Posteriormente, aunque los reyes dejaron de celebrar esta fiesta, el pueblo supo darle continuidad, manteniéndose la costumbre de nombrar un Rey de la Faba; este nombramiento, de carácter mucho más popular, corría a cargo de la mocina de Pamplona, y llegó a denominarse Rey de Navarra de la Mocina. Cada elección anual venía acompañada de gran alboroto en la calle; hasta el año 1765, que es cuando un decreto real, dictado por el Real y Supremo Consejo del Reino prohíbe su celebración argumentando que se venían cometiendo abundantes excesos a cuenta de esta tradición; aquél decreto decía: Teniendo presente el Consejo que con el motivo y el regocijo y festividad de la víspera y día de Pascua de Reyes se ha estilado en esa ciudad y sus barrios extramuros, el disparo de armas de fuego, voladores, busca pies, ruedas, y otros artificios de fuego por las calles, saliendo en cuadrillas de noche por ellas, vitoreando al que eligen por Rey, con voces desentonadas e impropias al Misterio que se celebra en ambos días, que solo sirven de alboroto e inquietud del pueblo. Y deseando el Consejo atajar absolutamente semejantes demostraciones y apariencias de regocijo con las malas resultas en que comúnmente terminan:
Acuerda y manda, con consulta del Excmo. Sr. Conde de Ricla, Virrey y capitán general de este Reino de Navarra, sus fronteras y comarcas, que ningunas personas, de cualquiera estado, calidad y condición que fuesen, desde la publicación de esta providencia salgan de noche por las calles con músicas, armas, fuegos artificiales, ni en cuadrillas, disparando en ellas, ni dentro de las casas, armas ni cohetes con semejante motivo, sin licencia del Consejo, pena de cincuenta ducados. Siendo responsables los padres por los hijos, y los amos por los criados.
Y para que nadie alegase ignorancia se publicó esta resolución por las calles y sitios de costumbre al son de clarines y voz de los nuncios o pregoneros.
Se consiguió erradicar la costumbre de celebrar esta fiesta en las calles, pero lo que no se consiguió fue eliminar la costumbre de celebrarla dentro de las casas, en el seno de cada familia; era evidente que estábamos ante una fiesta especialmente arraigada en la sociedad navarra. Y hay que decir que sus rescoldos nunca desaparecieron, de hecho a día de hoy en pocas casas falta el día de Reyes, 6 de enero, un rosco con un haba en su interior.